Sinopsis: 4 de mayo de 1945. Hitler está muerto y del Reich de los mil años quedan poco más que escombros humeantes y una indeleble huella de dolor. Ningún soldado quiere ser el último hombre muerto en acción contra los nazis, pero a algunos todavía les queda pelear una última batalla.
En su libro, La última batalla (Desperta Ferro, 2025), Stephen Harding ilustra con éxito uno de los episodios más insólitos y fascinantes de la Segunda Guerra Mundial: la batalla del castillo de Itter, un enfrentamiento ocurrido el 5 de mayo de 1945. Un enfrentamiento final, librado en este aislado castillo austriaco, que tenía como objetivo rescatar a varias personalidades francesas retenidas como prisioneros. Serían protegidos por el grupo de soldados más peculiar jamás conocido: un miembro de alto rango de las SS, un oficial condecorado de la Wehrmacht y sus tropas, la resistencia austriaca y unos pocos tanquistas estadounidenses, liderados por un carismático y poco convencional capitán, contra una tropa fanática de las Waffen-SS, decidida a acabar con todos ellos antes del inevitable final.
Schloss Itter, como se denomina en alemán, es un hermoso castillo enclavado en el valle Brixental de Austria. Tiene la apariencia de un grandioso refugio, pero fue todo menos un lugar de vacaciones para los prisioneros franceses internados en el. No obstante, las condiciones para los prisioneros eran muy buenas; vivían en un relativo lujo con una generosa ración de vino y dinero para gastos personales, pero el ambiente era horrible, ya que se peleaban entre sí y existía el temor de ser ejecutados en cualquier momento si dejaban de ser valiosos para el Reich. Entre los prisioneros recluidos en el castillo se encontraban dos ex primeros ministros franceses, un líder sindical, dos generales rivales, una estrella del tenis, algunos familiares de funcionarios y, lo más sorprendente, la esposa de uno de los reclusos y un par de amantes. Una singular población que cuando por fin llega la paz y el momento de su liberación, se ve amenazada por el citado contingente de las Waffen-SS.
Uno de los puntos más atractivos del libro es que no solo se centra en los eventos bélicos, sino que también profundiza en los personajes involucrados, ofreciendo retratos detallados de sus motivaciones y dilemas. Por ejemplo, el capitán Jack Lee es descrito como un líder audaz, fumador empedernido y poco amigo de las reglas, mientras que el Major de la Wehrmacht Josef Gangl aparece como un militar culto y honorable, atrapado en un conflicto moral al servir en un ejército que ya no representa sus valores. Esta humanización de los protagonistas, junto con el contexto histórico brillantemente investigado, es de lo mejor de la obra y hace que La última batalla sea tanto un estudio de carácter como un fascinante relato histórico.
Harding se apoya en una exhaustiva investigación, que incluye testimonios de archivo, entrevistas y documentos históricos, para reconstruir los eventos con gran detalle. Su experiencia como periodista de guerra, habiendo cubierto conflictos en lugares como Irlanda del Norte, Oriente Medio e Irak, le permite ofrecer un análisis perspicaz de las dinámicas militares y humanas en situaciones extremas. Además, el libro destaca por su capacidad para contextualizar el episodio dentro del marco más amplio de la Segunda Guerra Mundial, mostrando cómo, incluso en los últimos días del conflicto, la resistencia y el heroísmo podían surgir de las alianzas más inesperadas.
La historia cobra un impulso considerable a medida que los insólitos aliados comienzan a unirse para defender a los prisioneros. En la batalla final, el autor narra con precisión la acción de la pequeña unidad en Itter a través del capitán Lee, el comandante de la agrupación que lideró un contingente de sus tropas para abrirse paso en el castillo. Asimismo, Kurt-Siegfried Schrader, miembro de las SS, se convirtió en un vehemente antinazi y apoyó a los estadounidenses, pasando a ser el segundo en el mando interino de Lee durante la batalla de Itter. El autor muestra la valentía y determinación tanto de alemanes como estadounidenses, aunque la preferencia de Harding por los segundos es evidente (y comprensible).
Nadie puede saber los motivos reales de aquellos soldados alemanes para defender a los prisioneros franceses. Puede que solo fuera instinto de supervivencia, pero después de conocer este episodio extraordinario que desafía las nociones convencionales de la Segunda Guerra Mundial, me inclino a pensar que prevaleció entre ellos un sentido de humanidad y decencia que les llevó a evitar más muertes innecesarias en un conflicto que estaba llegando a su fin.
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